febrero 28, 2013

Metztli.


Con paso rápido caminaba sobre la tierra y piedras. Era ágil pero eso no servía para ella. Metztli cayó sobre una biznaga hiriéndose gravemente su rodilla. Soltó un alarido pronunciado que retumbó en los alrededores del cerro donde ella vivía.
Metztli era un ser incansable, que trabajaba arduamente para mantenerse y mantener a su hijo, producto de una violación por parte de su tío. A sus 17 años no podía aspirar a más que trabajar y tragarse su coraje para poder salir adelante en ese pueblo olvidado por los de arriba y hacerse valer por los de abajo.
Intentó apretar el paso sin conseguirlo, la herida de su rodilla no cesaba de sangrar y doler pero estaba cerca ya de su casa lo cual significaba un alivio. Camino hasta subir a donde esperaba el único motivo de su existir.
El único motivo de su existir se llamaba Toñito como cariñosamente le decía. Era todo para ella y ella era todo para él. Vivían en la punta del cerro junto con su madre, una mujer ya grande que soportaba todo con tal de proteger a las dos criaturas que estaban a su cargo.
A veces la mujer no pensaba más que en morirse y descansar por una vez en su vida. Sus manos arrugadas con sus dedos que parecían ramas chuecas de un árbol sostenían al bebé Toñito. Esas mismas manos que habían trabajado por años para tener bien a su familia, pero Metztli no fue afortunada o al menos eso creía ella.
Metztli fue abusada sexualmente por su tío y ellos creyeron que diciendo la verdad en el pueblo más cercano sería una ayuda y que se haría justicia, pero ese pueblo inundando en prejuicios y moralidades les cerró las puertas y la “impura” tuvo que volver a su humilde casita en la punta del cerro a parir tristemente entre ramas y tierra sin ayuda de nadie más que una partera que cobró peor que un hospital por tener en manos al hijo del “pecado”.
El papá murió en manos de otros pueblerinos en una trifulca que acabó en muerte. El papá defendió con todas sus fuerzas a su hija cuando se entero que todos hablaban mal de ella. Pero su defensa le resultó peor de lo esperado. Un machetazo en medio de las cejas y su mirada quedó clavada en el azul del cielo y luego tapada con tierra al lado de la casita en aquella punta del cerro.
Metztli era fuerte, muy fuerte por su hijo y por su madre. Trabajaba en la casa rica del pueblo haciendo limpieza. ¿Cuánto trabajo no le costó conseguirse un empleo así? Era un poco mal pagado pero le alcanzaba para sus necesidades y las de las otras dos almas que vivían con ella. Metztli luchaba y cada paso que daba era un apoyo más, sus manos trabajadoras se movían con esmero y a pesar de saberse lastimada y humillada en una sociedad como esa no paraba y la crítica de la gente le importaba nada.
Su herida iba más allá que la de la biznaga atravesada en su pie. Iba al fondo de su corazón porque nadie la tomaba en serio. Tener un hijo fuera del matrimonio como Dios mandaba era lo peor del mundo y ahora querían propasarse con ella. Su anhelado sueño de verse vestida de blanco entrando a la iglesia del brazo de su padre se vio truncado con esa experiencia vil y despiadada de parte de un “ser humano”.
Pero no le importaba cuando ese sueño estaba ya roto y enterrado junto a su padre. La satisfacción después de la ardua jornada era ver la carita angelical de su hijo, sonriendo y estirando los brazos para que lo cargue y lo llevará a ver el atardecer junto al arbolito de manzanas.  Que recompensa era ver en sus encías esos dientitos blancos y esos ojazos color negro que alumbraban su mundo entero.
Metztli sabía que por ver esos ojos iluminados y esa sonrisa era capaz de ir contra todo el mundo entero. Sabía que si él estaba con ella no pasaría nada malo y si pasara golpearía con todas sus fuerzas para derrumbarlo.
Metztli  sabía que era hora de llegar a casa y curarse la herida, no la de la biznaga, la del alma…



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