(…) Abrázame, estrújame contra ti– decía él
acariciando la cara de su compañera que sonreía dulcemente –hazlo…
Con el sólo roce
de su cuerpo se le erizaban los vellos de los brazos y de todo su ser. Ellos
estaban abrazados disfrutando de una noche invernal, en la habitación empañados
en sudor por su propio calor.
No eran
necesarias las palabras pues el amor se esparcía por todo el cuarto, incluso
salía por entre las rendijas de las ventanas y la puerta. Navegaba por el mar
de los ojos de los dos que se veían como quiénes nunca se han visto en años.
Ambos se comían
con la mirada y los besos eran su postre favorito, sus manos eran los
utensilios necesarios para devorarse a caricias. En el cuarto reinaba el olor
de los amantes locos y desquiciados que nunca saben cómo o cuando van a parar.
Para ellos la
cama era un universo entero donde podían ser viejos y tomarse de las manos nada
más, vivir locamente el impulso de los jóvenes y amarse con frenesí hasta la
madrugada o ver el sol partir del horizonte, pero sin duda la mejor etapa era
juguetear como niños, entre risas y cosquillas sin parar.
Para esos amantes
no había ayer ni mañana, sólo buscaban su mirada y sentirse confiados de cómo
podían amar. Beber de las infinitas aguas del placer e ir contracorriente,
pasearse por el jardín más hermoso y probar ambos sus sexos siendo la hora que
fuese.
Él era como un
gato; juguetón y mimoso, ella era el consecuente a los mimos que él le ofrecía.
Sus dedos vagaban por su cabello ofreciendo caricias en su nuca y él se
reflejaba en sus ojos color café de ella.
Sus manos se
deslizaban pacíficamente por su rostro de él, le hacía cerrar los ojos,
mantener la calma, le contaba sus sueños e ilusiones y volvía a empezar con el
tema principal; haberlo encontrado después de pasarla mal. Le contaba que era
precioso su existir, que sin él no sabría cómo vivir.
Sonreía mientras
decía que podría sonarle exagerado el hecho de que no sabría cómo vivir sin él
pero era verdad aunque no sabría explicarlo ciertamente.
Bajaba a su boca
y le rozaba con la yema de los dedos, sabía que las líneas de sus labios
encajaban perfectamente con las huellas dactilares y las líneas de su mano.
Le miraba con sus
ojitos cerrados y su cara tranquila mientras se enamoraba más de él. Él recorría los muslos de ella, como un ciego
leyendo braille, su tacto era tierno y a la vez caliente. La acariciaba
lentamente como si deseara contar cada uno de sus vellos, memorizaba cada parte
de ellos, sentía la tinta impregnada en su piel, y volvía a empezar desde su
rodilla.
Luego subía de
pronto hasta los hombros, con su palma suave recorría las marcas que tenía,
pasaba de nuevo por la tinta, subía a su cuello y ella sintió ganas de tenerlo
más cerca de lo que ya estaban. Lo estrujaba fuerte contra ella, amándolo cada
vez más, sus senos rozaban con el cuerpo de él que subía de temperatura
intensamente.
Ahora el cuarto
estaba más que infestado de amor, el olor recorría toda la casa y los amantes
lo sabían porque lo disfrutaban.
Él comenzó a
tocar el punto que a ella; físicamente, le agradaba más, rodaron abrazados por
la cama, sus manos de él se posaron en sus hombros que estaban comenzando a
empaparse del sudor. Se miraron a los ojos, él ahora habitaba todo el cuerpo de
ella, con sus manos surcando su pecho y trazándolo puesto que todo pertenecía a
él.
El sitio más
hermoso de ella proyectaba el líquido que a él lo hacía sentir bien, bebió
cuanto quiso mientras ella sonreía y ahora sus ojos de ella permanecían
cerrados; era lo mejor que había sentido alguna vez.
Su cuerpo fiel a
las caricias de él, empezó a erizarse cada vez más, sus vellos, sus pezones,
sus poros, sus sentimientos.
Se tocaban al
compás de una canción que sólo ellos escuchaban como aquellos locos bailando en
el invierno desnudo, donde sus cuerpos no tiritaban de frío y hacían fundir la
nieve en agua azucarada.
Él bailaba sobre
su cuerpo haciéndola sentir dichosa, como nadie nunca lo había hecho. Era un
baile único y especial, inventado para ellos dos que se amaban y emanaban el
mejor de los sabores conocidos, alcalino, de hacer el amor.
El roce de su
cuerpo era como un torbellino, un huracán encendido. Él era el viento fuerte y
ella la enramada. Era un volcán en plena erupción, brotando lo mejor de si
sobre su cuerpo que siempre busco eso.
Ahora no sólo
había amor, también había lujuria y pasión navegando con ímpetu en el cuarto,
haciendo crecer más y más el amor, moviendo cortinas, haciendo temblar la cama
y los cuerpos que se unían en uno solo, los gemidos eran la música que harían
nacer a los pajaritos que luego huirían del nido haciendo sus propias melodías.
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